Me decidí a escribir esta entrada al blog después de leer la que publicó @Lucy. Lo que van a leer es el relato de una economista un poco salida del molde, que ha tomado desvíos que entre curva y curva la llevaron a encontrarse con la palabra “género”, con el revolcón que la misma trae y con un montón de reflexiones que ahora, precisamente, busca cómo integrar en su existir profesional (y si suena existencialista es porque la búsqueda de verdad lo está siendo). Apuesto que al final, todo conecta con ustedes.
Estudié economía e incluso pasé directo a hacer la Maestría en Economía. Durante mis estudios nunca me resonó aquello del género y mi mayor referente de feminismo era Florence Thomas, quien en mi casa era considerada radical y fundamentalista. Lo más cerca que estuve de esta temática, aunque sin saberlo en ese momento, fue al hacer mi tesis de la maestría. Se tituló “Exposición prenatal a la violencia: efectos a largo plazo sobre el desempeño escolar”. Es una tesis maravillosa sobre el efecto del conflicto armado en Colombia a través de la vía intergeneracional, tan ignorada, pero tan real. Tiene una cantidad considerable de econometría sofisticada que me cuesta reconocer que utilicé. Ahora, honestamente, pienso que quizás menos econometría y más análisis con perspectiva de género le habría venido bien.
Mientras hacía la maestría, trabajaba como asistente de investigación en el Centro de Estudios de Desarrollo Económico de la Universidad de los Andes. Mi interlocutor principal era un programa llamado Stata, con el cual tuve una buena relación hasta que llegó un día en que no lo quise ver más. Renuncié y mi siguiente trabajo fue con la Fundación Semana en un proyecto que se llamaba Hoja de Ruta de los Montes de María. Mi papá cuenta esa parte de mi vida diciendo que “dejó Stata y se puso las botas ‘Machita’ para irse al Salado”. No sobra decir que en ese primer momento, al pasar de la calle 18 con 1a de Bogotá a los Montes de María, mi cabeza explotó. Eso sí, estaba feliz.
Ese trabajo me abrió las puertas para entrar a la Oficina del Alto Comisionado para la Paz (OACP) en el año 2015. Estábamos en pleno proceso de paz y llegué a trabajar al sitio donde todo pasaba. Mi labor era con el equipo de Paz Territorial, un equipo con mucho trabajo en territorio. El revolcón de los Montes de María había sido para mí solo un aperitivo al lado de lo que se venía. En la OACP me tocó recorrer mucho del país y entonces conocí, por primera vez, a las mujeres que estaban detrás de los identificadores de la base de datos de mi tesis. Eran mujeres que, aunque les había caído encima la guerra, habían respondido con cuerpo y alma por la paz. Estaban las Mujeres Tejedoras de Vida del Putumayo, las Cantaoras de Bojayá, las de la Ruta Pacífica y muchas más. A esa altura, a pesar de conocerlas, no me llegaba todavía el día de mi bautizo en el “género”. ¿Cómo un mismo país contenía realidades tan diferentes? ¿Cómo podía Bogotá ser tan sorda? ¿Cómo podía yo haber sabido tan poco?
Cuando se firmó el proceso de paz tomé la decisión de ir a hacer algo que tenía pendiente conmigo misma desde tiempo atrás: viajar por Suramérica. Salí desde el Terminal del Salitre hacia Popayán y así, bajando hacia el sur, llegué a Chile, a Valparaíso, en un viaje de casi año y medio en el que se me terminó de revolcar todo y en el que, ahí sí, me bautizaron en mayúsculas y bajo un chorro gigante de agua morada y verde en eso del género. Esto llegó a mí porque por fin tuve tiempo para acercarme a tareas personales pendientes. Específicamente, todo comenzó por gestionar una endometriosis con la que había sido diagnosticada muy joven y que había hecho muy patológica la relación con esa parte de mi cuerpo. Las preguntas que empecé a hacerme encontraron respuestas que me hacían sentir robada. ¿Por qué no sabía cómo funcionaba mi cuerpo, ni mi ciclo menstrual? ¿Por qué había decidido ponerme un dispositivo hormonal en el útero sin pensar detenidamente en lo que podía ocasionarme? ¿Por qué conocía mi cuerpo menos que mis parejas? ¿Por qué era el ginecólogo más experto sobre mi propio cuerpo que yo?
Fueron meses de lecturas, podcasts, círculos de mujeres, talleres y no sé cuántas cosas más que me quitaron el velo y me pusieron a cuestionarlo todo. Ahí llegó el revolcón total, que además coincidió con los inicios de la ola feminista de 2018 en Chile. Fue tanto que me quedé allá durante año y medio. De este modo, llegué a un lugar en el que no había estado antes y que tiene todo que ver con la equidad de género: el activismo. Armamos una colectiva, hicimos encuentros de muchísimas mujeres, talleres, conversatorios, fanzines y demás. Siento que cuestionamos todo lo que se podía cuestionar. Por esos días me tocó escuchar palabras que jamás había escuchado: que debíamos cuestionar la heterosexualidad obligatoria, considerar el lesbofeminismo, denunciar la violencia obstétrica, crear redes de autodefensa feminista, “funar” o sabotear a los profesores misóginos y autogestionar nuestro placer. Participé en discusiones sobre la estrecha relación entre el sistema económico y el patriarcado, en las que me fue muy difícil, siendo yo la única economista participante, dar mi punto de vista. En ocasiones, confieso, llegué a sentirme en una nueva forma de iglesia donde el acuerdo tácito era anular cualquier argumento que incluyera las palabras mercado o biología. No encontré mi lugar allí, pero recuerdo ese tiempo como uno de los de mayores aprendizajes en mi vida. Cuestionarlo todo enseña mucho y así siento que me pasó a mí. Después de vivir este periodo en Valparaíso, volví a Colombia a buscarle espacio a la nueva Juliana que, créanme, era muy distinta.
Todos los lugares en los que he estado y desde donde he pensado estos temas, son para mí ahora como ganchos clavados en un mapa llenísimo de realidades, historias y voces, todas muy reales. Me he preguntado mucho cómo hacer para unir estos ganchos, para conectarlos con cuerdas que puedan amarrarse entre ellas y así abrir más conversaciones entre diferentes, que al final le sumen a la tarea de transformar las realidades difíciles que vivimos. Preguntándome esto he vuelto a pensar mucho en la academia, porque creo es un lugar con una posibilidad enorme para unir esos ganchos. Sin embargo, la academia que imagino no es la misma que conocí. Es una a la que me gustaría invitarlas con esto que escribo.
Es una academia humildemente multidisciplinaria, donde reconozcamos que no existe manera de comprender estas realidades tan complejas bajo un solo punto de vista y que entenderemos mejor mientras más nos enseñemos y escuchemos entre disciplinas y saberes diametralmente distintos. Una academia diversamente multi-actoral, en la cual nos encontremos con las realidades que jamás llegan a los salones de las universidades; en la que las investigaciones, las clases y los artículos que se publican hayan salido a buscar la diversidad que muchas veces está por fuera de las bases de datos y en donde se encuentra la mayor riqueza. Una academia que incluso se atreva a invitar a casa a los saberes no occidentales. Una academia autocrítica y, en ese sentido, feminista, que también sea capaz de cuestionarse todo para construir así nuevas propuestas pedagógicas y de construcción del saber que sean diversas, abiertas, comunitarias y que le apuesten a valores que la sociedad patriarcal no nos ha dejado valorar hasta ahora como el cuidado, la comunidad y lo colectivo.
El camino hacia la equidad de género es uno de los pocos que a mí me generan optimismo. Desde hace siglos que lo iniciamos y los avances han sido enormes, aunque sabemos todo lo que queda por delante. Resta un camino durísimo, de muchas resistencias y pasiones. Imagino un camino que lleve los gritos de exigencias por igual a las calles, a los salones de clase, a los noticieros y al comedor de cada hogar, para que podamos destapar el velo de tantas injusticias normalizadas. Yo veo que ya está pasando y me sigo preguntando si podrá ser la academia una de esas cuerdas que nos ayude a unir los ganchos.
Publicado por
Juliana Ramírez
Coordinadora de Proyectos Sociales COREWOMAN
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